El amanecer del 18 de marzo de 1314 estaba repleto de sombríos nubarrones. La lluvia era inminente. Sin embargo, una multitud había comenzado a llenar la Isla de los Judíos, el enclave del centro de París que hoy alberga los monumentos medievales más hermosos de Europa. Había risas, mucho vino y juglares que cantaban. Pero, en realidad, ese espectáculo profano era la antesala de un drama mucho más terrible: la ejecución de un reo. No un reo cualquiera; sino uno con estirpe de caballero. Se trataba de Jacques de Molay, el último gran maestre de la Orden de los Pobres Caballeros de Cristo y el Templo de Salomón, conocidos como Los Templarios. Tenía 70 años, pero luego de pasar siete años encerrado en condiciones deplorables y de ser torturado innumerables veces, su aspecto era el de un anciano débil y abatido. Una imagen totalmente opuesta a la del valiente guerrero que guió con mano firme los últimos años de la orden más enigmática y legendaria de la Iglesia.

El miércoles se cumplieron 700 años de esa trágica madrugada; sin embargo, el legado de los templarios sigue reverberando en nuestros días.

La hermandad

La orden había sido fundada en 1118 por nueve caballeros franceses liderados por Hugo de Payens tras la Primera Cruzada. Su propósito original era proteger las vidas de los cristianos que peregrinaban a Jerusalén tras su conquista.

Aprobada oficialmente por la Iglesia Católica en 1129, durante el Concilio de Troyes, la Orden del Temple creció rápidamente en tamaño y poder. Los caballeros templarios empleaban como distintivo un manto blanco con una cruz paté roja dibujada en él y portaban una espada forjada en acero templado. Militarmente, sus miembros se encontraban entre las unidades mejor entrenadas de las Cruzadas. Con el transcurso de los años y bendecida por San Bernardo, la orden acumuló poder y riquezas. A tal punto que se dedicaron a prestar dinero a los reyes. Fueron los primeros en poner en práctica el concepto de banco que conocemos hoy en día. La leyenda dice que eran también los custodios del Santo Grial y que guardaban un secreto que podría derribar las columnas mismas de la Iglesia. De allí su gran poder.

Orden caballeresca por naturaleza, los templarios aplicaban en la práctica una regla moral estricta que no era revelada más que a sus miembros, y celebraban complejos rituales de iniciación. Esos rituales se siguen practicando hoy en sociedades secretas y en fraternidades universitarias de Estados Unidos y Europa.

Pero, cuando un grupo crece demasiado, se crea enemigos. Por eso, a fuerza de acumular poder, los monjes guerreros terminaron ganándose la inquina del rey Felipe el Hermoso (cuyas deudas con la orden eran cada vez mayores y sus posibilidades de saldarlas, casi nulas) y del papa Clemente V, que rabiaba porque los caballeros no lo apoyaban en sus escaramuzas. El rey y el papa, entonces, se reunieron y confabularon. Pensaron en una excusa y acusaron a los templarios de herejía. Así, sin más, se generó uno de los procesos más desdichados de la historia de la Iglesia: el viernes 13 de octubre de 1307, el papa Clemente ordenó el arresto masivo de los templarios. De allí surge la fama nefasta de los viernes 13.

La maldición

Molay había pasado la noche en la Isla de los Judíos, en una jaula improvisada hecha con maderos. Huir ya no podía ser una opción. Mucho menos, pelear. Estaba solo. La mayoría de sus camaradas ya habían sido ejecutados. A él lo dejaron para el último. Y le reservaron el peor castigo: la hoguera. Alguien leyó la sentencia: “Jacques de Molay, has sido juzgado y hallado culpable por tu propia confesión de los delitos de herejía, idolatría, simonía y blasfemia contra la Santa Cruz”. El viejo, impotente, miró al cielo y rió como un poseído. Recordó cómo esas confesiones habían sido extraídas a fuerza de torturas. Pero esa madrugada ya no tenía aliento para pelear. Temblando de frío y con sus ropas rasgadas, el viejo solo atinó a elevar la mirada para contemplar la belleza de Notre Dame. “Que sea lo que tenga que ser”, balbuceó con una resignación similar a la de nuestros jubilados, que penan ante los poderosos por un poco de dignidad.

El verdugo, impasible, ató al viejo guerrero y encendió la pira embadurnada de aceite. La multitud miraba, expectante e incrédula. El calor de las primeras llamas pareció revivir a Molay, quien encontró de nuevo fuerzas para proclamar su inocencia. De pronto, transfigurado por una fuerza sobrenatural, el viejo semidesnudo volvió a ser un príncipe de la cristiandad. Un gigante que lanzó inesperadamente una terrible maldición. Sus gritos espantaron a las palomas de Notre Dame y se elevaron al cielo, como una deprecación profética. “¡Pagarás por la sangre de los inocentes, Felipe, rey blasfemo! ¡Y tú, Clemente, traidor a tu Iglesia! ¡Dios vengará nuestra muerte, y ambos estaréis muertos antes de un año!”, gritó ya asfixiado por las llamas. Esas fueron sus últimas palabras. Un mes después, el papa Clemente cayó fulminado en el castillo de Roquemaure; y el 29 de noviembre del mismo año Felipe el Hermoso sucumbió como consecuencia de una apoplejía.

Los caballeros habían sido vengados.

PUNTO DE VISTA
Un pensamiento solidario y una acción libertaria
Por Marcelo Villalba. Titular del observatorio de la ciudadanía.

El 18 de marzo pasado se cumplieron 700 años del brutal asesinato a Jacques de Molay, el último caballero templario. La hoguera que lo ultimó, instalada frente a la iglesia de la Madeleine, encandilaba casi hasta la ceguera a los asistentes al dantesco espectáculo. Siete años antes la sanguinaria asociación de Beltrán de Goth, integrada por el papa Clemente V, con Felipe IV, rey de Francia -apodado “el Hermoso”-, lo había capturado, encarcelado y torturado. La muy conveniente y recurrente acusación contra aquellos que se oponían a los oprobios del fanatismo dogmático y de la corrupción monárquica y eclesial (tan habituales a lo largo de la historia), fue el sacrilegio y la herejía. Aunque en un principio, bajo tortura, había aceptado las ignominiosas y falsas acusaciones, finalmente se retractó. Declaró su inocencia y sostuvo los estandartes de su orden. Él estaba imbuido de ideales que lo llevaban a oponerse a las tiranías, a luchar contra el materialismo y a defender la santidad del individuo en el reconocimiento de la condición natural y espiritual de la existencia humana. La tradición oral cuenta que algunos templarios pudieron escapar de la cacería sanguinaria dictada por el Papa y por el rey refugiándose en Escocia e Inglaterra. Allí encontraron acogida en las logias de constructores merced a una relación fundada durante las Cruzadas.

La Orden Templaria, como tal, duró dos siglos y se extinguió con el martirio y muerte de quienes los preferían antes que abjurar de sus convicciones y promesas. Sin embargo sus ideales han seguido vivos siglos después. Umberto Eco hace contar al abate Barruel, en su novela “El cementerio de Praga” que el 21 de enero de 1793, luego de que la cabeza de Luis XVI rodara por efecto de la guillotina, un desconocido subió al patíbulo, la alzó de los cabellos y exclamó: “Jacques de Molay, tu muerte ha sido vengada”.

Se reaseguraba así el triunfo de una revolución que luchó bajo el lema dado por la masonería a los ciudadanos franceses deseosos de liberarse de la opresión de una tiranía monárquica y dogmática: libertad, igualdad, fraternidad. En una historia que presenta personajes que se entrecruzan, cuyos ideales libertarios, adogmáticos y solidarios, todavía comparten; exigidos por una sociedad que aún nos demanda aquellos compromisos en defensa de los mismos sueños.